Verle la cara a dios
Me
gustaba comerme una manzana y salir a mi vida a mi día,
iba
la tristeza pedaleando sobre mis vísceras
entre
lo gris y lo cemento de mi ciudad,
la
costumbre del sexo amortajado (enmudecido) por falta de amor
nostalgia
de sentirse un cuerpo que piensa:
palabrear
mucho, acariciar poquito,
la
esperanza de un beso que despierte un hada, un batir de alas, en cada poro
que a
cada trozo de carne regale un boleto de ida sin vuelta al infinito.
Entonces,
en el lugar común del momento menos pensado,
en la
cotidianeidad de lo inesperado sucedía:
dos
brazos rozándose en el colectivo
un
dedo tocando una espalda en la fila del banco
dos
caderas chocándose a punto de cruzar la calle
y el
secreto ruego de que retrace su rojo el semáforo
y el
paso de los peatones se postergue.
Luego,
en algún momento, tarde o temprano, hacía el amor
como
las telenovelas y los psicólogos mandan que hay que hacer el amor
para
que no sea perversión:
sin
gente alrededor, sin ropa, con grititos
con
concentración en lo que se hace porque es cosa seria
y
resultaba insulso, desilusionaba.
Cuando
había sido tan bello hacer el amor por ahí
al
calor de la mucha gente, la cabeza medio distraída en algún pago
y dos
brazos rozándose por casualidad
o dos
manos tocándose accidentalmente
y
entonces el nacer del puro sexo, la pura gloria, verle la cara a dios,
la
certeza de que en esa parcela de segundo
un
desconocido y yo hacíamos del amor algo tan descarado
tan
poca convención y tan eternidad de estrella.
Y
avanzaba la cola y el amor se desvanecía,
se apagaba la estrella.
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