sábado, 15 de septiembre de 2012

Verle la cara a dios


Verle la cara a dios

Me gustaba comerme una manzana y salir a mi vida a mi día,
iba la tristeza pedaleando sobre mis vísceras
entre lo gris y lo cemento de mi ciudad,
la costumbre del sexo amortajado (enmudecido) por falta de amor
nostalgia de sentirse un cuerpo que piensa:
palabrear mucho, acariciar poquito,
la esperanza de un beso que despierte un hada, un batir de alas, en cada poro
que a cada trozo de carne regale un boleto de ida sin vuelta al infinito.

Entonces, en el lugar común del momento menos pensado,
en la cotidianeidad de lo inesperado sucedía:
dos brazos rozándose en el colectivo
un dedo tocando una espalda en la fila del banco
dos caderas chocándose a punto de cruzar la calle
y el secreto ruego de que retrace su rojo el semáforo
y el paso de los peatones se postergue.

Luego, en algún momento, tarde o temprano, hacía el amor
como las telenovelas y los psicólogos mandan que hay que hacer el amor
para que no sea perversión:
sin gente alrededor, sin ropa, con grititos
con concentración en lo que se hace porque es cosa seria
y resultaba insulso, desilusionaba.

Cuando había sido tan bello hacer el amor por ahí
al calor de la mucha gente, la cabeza medio distraída en algún pago
y dos brazos rozándose por casualidad
o dos manos tocándose accidentalmente
y entonces el nacer del puro sexo, la pura gloria, verle la cara a dios,
la certeza de que en esa parcela de segundo
un desconocido y yo hacíamos del amor algo tan descarado
tan poca convención y tan eternidad de estrella.

Y avanzaba la cola y el amor se desvanecía,
 se apagaba la estrella.

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