No es mi oficio el de escritor ni lo deseo
pero necesito contar, a pesar de parecerme gesto al vacío, manotazo de ahogado,
es lo único que me queda ante el desasosiego, ante esto que me come desde
dentro. Necesito contar, hablar de Pavlov, de lo que hizo, aunque contar no sea
más que el diálogo ficticio con una hoja, con un incierto alguien que va a leer
esto cuando Pavlov ya no sea Pavlov y a mi tanta angustia me haya dejado hecho
una nada con ojos, nariz y boca, o ni siquiera eso.
Escribo aunque sea para dilatar el momento en
que voy a ver cómo se desvanece su carne, se fugan los matices de su piel, queda congelado el gesto en su cara, así sea
para salirme de este tiempo y este espacio, de estas horas que se han vuelto
tan palpables, tan materiales, las horas que separan este momento de aquel en
que a él…empiezo como me salga, por donde sea, tengo la esperanza de tender
mediante las palabras un puente para atravesar la pesadilla, un puente que nos
salve… sin embargo es todo tan inútil, tan sin sentido, no hay más que estas
horas que vienen, que ya están abriendo sus fauces, estas horas como monstruos
o como pozo.
El corazón de Pavlov no pareció acelerarse
ninguna de las tres veces que disparó la madrugada del lunes, tampoco vi gotas
de transpiración en su frente o temblor en sus manos. Un fugaz brillo dorado estalló
contra cada una de las tres figuras arrodilladas frente al sofá verde, flores
rojas brotaron de las cabezas, la sangre desbordó y empapó los cuellos y
camisas.
Cuando conocí a Bruner, Sosa y Crespi ya eran una
masa amorfa de carne seca y pensamientos maltratados; los tres fueron
colaboradores de los buitres en el levantamiento del doce de noviembre, ese día
Sánchez los agarró y encerró en Mamita Clara, su casa de las sierras. Por tres
años vieron la misma escena, doce metros cuadrados de baldosas rojas, horizonte
de paredes blancas, un hueco del tamaño de un plato por el que entraba luz,
olor a madera y una fuente de arroz pasado, bastante silencio y el mugido de
una vaca al mediodía; bastó para que los hombres quedasen mezclados, con las
mierdas y esperanzas desparramadas, llenos de nada.
Nunca me dijo Pavlov cómo supo de ellos, algún
chisme de pasillo, un irse de boca en la cama de alguna puta compartida con
Sánchez o quizás fue en una visita a la casa de las sierras para comer un asado
con cuero, cierta intriga sentida al ver el hueco en la pared o escuchar voces
y entonces preguntar a alguna cocinera desprevenida que no supo mentirle o al
mismo Sánchez. Es probable que ninguna de estas posibilidades sea la real pero ya
no tiene importancia, lo seguro es que fue un puro azar, una casualidad que en
un principio pareció afortunada; Pavlov propuso a Sánchez que le cediese a
Bruner, Sosa y Crespi en pago de algunos trabajos de modificación genética
hechos el año pasado, a Sánchez le convino, para él Bruner, Sosa y Crespi eran
un problema, en cambio a Pavlov se le presentaban como un principio, una
promesa; cuando me despertó de madrugada para contarme el trato que acababa de
hacer los ojos le brillaban como nunca, quien no lo conociera se hubiese
asustado al verlo en ese estado de alucinado, parecía haber descubierto una
quintaesencia, una luna enterrada en medio del patio, una fórmula para llegar
en una noche a las estrellas.
Aquella vez Pavlov me habló desesperado,
contento, medio gritando, medio escupiendo, apurando las frases, encimándolas, sin
pausa, sin darme tiempo a poder ir labrando un mapa claro de sus ideas, apenas
alcanzaba a hacer un boceto desprolijo, descartar detalles y asirme a unas
pocas palabras que me permitían seguirle el hilo de eso tan grande que quería
transmitirme, que parecía tener fijado ante sus ojos como una especie de gran
ballena de la que yo sólo alcanzaba a divisar una que otra coleteada, tenues visiones
de la cabeza o el lomo. Le prometí guardar en secreto todo lo que me había
dicho, juré serle incondicional, ayudarlo más allá de todo hecho inesperado o
adverso, de todo peligro.
No
hubiera sido necesaria tanta ceremonia ni tanto juramento, desde el momento en
que Pavlov golpeó mi ventana con esa chispa en los ojos a las cinco cincuenta
de la mañana (esta hora ha tomado una sustancialidad aterradora) me sometí a
él, supe que iba a atarme para no desatarme, que ya no me podría desligar de
ayudarlo a sostener esa bola de fuego que traía entre las manos, con la que
íbamos a jugar, con la que nos íbamos a quemar.
Llevamos a los tres hombres a casa de Pavlov;
el encierro les había exprimido el cuerpo y el alma, no veían a mucha distancia
y hablaban poco, con monosílabos. Supongo que ni imaginaban quién era Pavlov o
por qué se los llevaba en un Falcon rojo por la ruta cuarenta y tres, parecían
tener bastantes ganas de morirse.
Cuando llegamos acá y por fin pudimos
enfrentarnos a los tres hombres con tranquilidad algo flaqueó en Pavlov, hubo
en él como una súbita disipación de toda certeza; intentó conversar con los
tres hombres, quiso saber de los tres años de encierro pero apenas si les pudo
sacar algo sobre el asunto de la vaca, las baldosas rojas y el arroz; nada de
esto le interesaba ni le servía a Pavlov, tenía a su disposición el “material
humano” cuya falta había mantenido trunco su experimento por largo tiempo,
estaba clara su mente respecto a cómo organizarse y qué hacer, me tenía a mí y
a mi incondicionalidad; pero se le notaba la duda, sólo tendía a gestos corteses
como ofrecer toallas limpias, disculparse porque el cuarto tenía dos camas y
uno tendría que dormir en el sofá verde, preparar un pescado al horno con papas
y salsa de queso y asegurar que si necesitaban crema de afeitar o un poco de
talco para los pies no tenían mas que pedirle.
Así fue por varios días. Yo estaba indignado
con tantas atenciones que dilataban el gran experimento, claro que estaba bien
alimentarlos, darles lugar para dormir, al parecer Sánchez había sido bastante desconsiderado;
pero se trataba de hombres apestados de muerte, llenos de caos, ya sin ganas de
estar en el mundo, criaturas que estaban anhelando su tiro de gracia, eran justo
estas condiciones las que los hacían aptos para el experimento. Pavlov parecía haber
olvidado, todo ese mundo que me había mostrado, los trataba como si fueran sobrinos
favoritos y él una tía buena que cocina galletitas y da besos de buenas noches,
estaba salido del mapa de su cabeza, vagueando por una periferia de su ser.
Lo que le sucedía no era amnesia ni culpa ni
arrobo de cariño (y menciono estas tres posibilidades porque fueron las que
zumbaron en mi cabeza) sino una pura duda que lo mantenía paralizado; Bruner,
Sosa y Crespi empezaban a disfrutar de esas pequeñas cosas que él les
proporcionaba por instinto de buen anfitrión, por cierto automatismo al que lo
tironeaba su no saber. Iban y venían entre la cocina, el cuarto, el comedor y la
pérgola de atrás, Pavlov los proveía de todos los cigarrillos y juegos de mesa
que quisieran, fumaban como locos, al dominó apenas intentaron jugar un par de
veces.
El tres de abril, cerca de las cuatro de la
tarde, Pavlov recuperó su órbita, debajo de la pérgola, inspirado por el olor a
jazmines, enseñó a los tres hombres los movimientos básicos del aleteo: elevar
los brazos hasta la altura de las orejas con las manos colgando como péndulos y
sostenerlos en alto un par de segundos, luego flexionarlos levemente, levantar
las manos y bajar; iba indicando el
ritmo con un silbato mientras yo me encargaba de que los aprendices de pájaros
mantuviesen derechas sus columnas y la apertura de las piernas igual al ancho
de hombros. Por la noche violentas descargas eléctricas sacudieron a los tres
mientras dormían pero eso estaba dentro de los síntomas previstos por Pavlov y
no hubo necesidad de anotarlo.
Las largas mañanas y aún más largas tardes empezaron
a encontrarnos incansables en las prácticas del aleteo. En la pausa de la
siesta me gustaba tomar un tinto, Pavlov aprovechaba para bañarse, yo tendía a sentir
una masa oscura, cierta angustia, escuchaba como Pavlov abría la canilla, la
lluvia de la ducha golpeando los cerámicos del piso, quedaba un poco colgado de
los movimientos de Pavlov que adivinaba por pequeños ruidos, la tapa de rosca
de la crema de enjuague, las manos frotando el cuero cabelludo, la cortina de
plástico corriéndose. Creo que esperaba que Pavlov saliera envuelto en la bata
a rayas, se sentara a tomar una copa conmigo, me contara alguna conversación telefónica
con Sánchez o me expusiese su temor por lo rápido que se desarrollaba la
necesidad de vuelo en los aprendices de pájaros. Pero más creo que esperaba que
Pavlov quisiese saber mi impresión sobre cómo se estaban desenvolviendo las
cosas, entonces hubiese podido hablarle de ese sinsentido que se me revelaba a
la hora de la siesta por todo lo que estábamos haciendo. No quiero decir que renegara
de mi promesa, de mi incondicionalidad, quizás era un mal presentimiento, una
intuición negra; pero Pavlov no se sentaba nunca frente a mí, prefería fumar un cigarrillo debajo del jazmín
o si hacía frío sentarse en la cocina a tomar una sopa instantánea, después
había que seguir con el entrenamiento.
Cuando mi índice derecho volvía a controlar la
correcta alineación de las vértebras la zona de desasosiego, de anhelo de
querer decir y no poder, se cerraba hasta la siesta siguiente en que volvía a
escuchar la canilla abrirse, a pensar que esa vez podría decirlo y en el fondo
saber que no que seguramente me volverían a ganar la sopa o el cigarrillo. Sin
embargo subsistía la modesta esperanza junto a esa fuerza oscura que se me fue
enquistando como una molestia física, comenzó siendo una arenita, una impaciencia
a mitad del pecho, luego creció y se endureció y ocupó mucho espacio; entonces
ya no me importó que una siesta Pavlov viniera con su bata a rayas a contarme
que Sánchez nos invitaba a jugar al truco en Mamita Clara; todo lo que hubiese
querido decirle estaba como trabado por esa piedra inmensa y me salían unos
monosílabos bastante estúpidos, bastante parecido a cómo hablaban Bruner, Sosa
y Crespi antes de empezar a piar.
A la larga sucede lo propiciado, lo que se ha ido
amasando en ideas y materializado con pequeños gestos cotidianos de la voluntad.
El veintitrés de septiembre Crespi fue al baño y cuando quiso hacer caca puso
un huevo, el veintiséis de octubre Bruner y Sosa treparon al techo de la casa y
volaron diez metros hasta el paraíso que crece a la entrada. Pavlov estaba seguro de que tarde o temprano
se convertirían en pájaros y guardarían memoria de su existencia humana, tenía
unas cuantas buenas hipótesis sobre modos de comunicarse con ellos, todo
dependía de qué tipo de pájaros resultaran ser. Desde un principio supo que a
la larga habría que matar a Bruner, Sosa
y Crespi para terminar de realizar la transformación de la carne de hombre en
carne de pájaro, sino iban a quedar varados en un terreno peligroso de aún no
pájaros pero ya no hombres; lo que no previó fue el grado de descontrol al que
llegaron las circunstancias.
A las cinco cincuenta del lunes diecisiete de
noviembre dejamos tres cadáveres despatarrados entre la alfombra y el sofá
verde, nos despertamos al mediodía y en lugar de ellos encontramos tres enormes
palomas andando sobre los charcos de sangre. Poco nos duró la alegría, ni
tiempo de un abrazo de triunfo tuvimos, los bichos empezaron a agredir a Pavlov,
a picotearle las orejas, la nuca, las mejillas, las axilas, las ingles, creo
que no se la agarraron de entrada con los ojos, la lengua, el pene o el ano
para ir envolviéndolo de a poco en la pesadilla; son como moscardones gigantes
que apenas dejan de acosarlo unos minutos para llenar la casa de una caca
blanca con olor a yuyo quemado.
Hace un día y medio que no le dan tregua, los
picos son agujas que entran y salen de la carne hiriéndolo cada vez más; es
evidente que esta palomas no van a cooperar con la continuación del
experimento, hemos intentado miles de formas para sacárnoslas de encima,
encerrarlas en una jaula, en el baúl del auto, matarlas a pedradas,
envenenarlas, tirarles agua caliente, encerrarnos en la casa y dejarlas afuera
pero nada funciona, piensan como hombres, pueden prever todas nuestras trampas.
Esta tarde Pavlov se la pasó debajo de la
pérgola cambiando de posiciones sin cesar para que los ataques de la palomas
sean lo menos doloroso posible, yo al principio me quedé al lado de él con una
escoba, trataba de protegerle sobre todo la cabeza y el hombro izquierdo en el
que tiene la herida más profunda, no podía usar el aire comprimido porque
corría el riesgo de lastimarlo. Por primera vez los bichos empezaron a atacarme,
no me importó, quería proteger a Pavlov así fuese insignificante mi ayuda, pero
Pavlov, que venía conservado una calma admirable, se enojó, estalló, dijo que
al menos uno de los dos debía preservarse íntegro para llevar el experimento
hasta el final.
Me pasé el resto de la tarde llorando en el
sofá verde, desbordado de angustia e impotencia, sin saber qué hacer. Cerca de
las nueve de la noche Pavlov me llamó, ya le resulta muy difícil moverse con el
cuerpo tan lastimado y el constante acoso de los bichos; me pudo hablar abriendo
apenas la boca para zafar su lengua de los picotazos, me dijo que la única
opción que le quedaba era hacerse pájaro también; Pavlov tiene los movimientos
del aleteo bastante aprendidos, a las cinco cincuenta lo tengo que matar, va a tratar
de comunicarse de igual a igual con sus agresoras, si la cosa funciona dice
Pavlov que debo continuar con el experimento, tratar de establecer patrones
comunes para la comunicación, pero esto en el mejor de los casos, bastará con
que la palomas dejen de agredir a Pavlov. Lo más probable es que el ser pájaro
de Pavlov esté dispuesto a cooperar conmigo para establecer un modo de
comunicación; me hizo jurar que cuando llegase a resultados que mereciesen compartirse
con el resto de la comunidad científica no cargase con todos los honores y
reconociera su lugar como mentor y el mío como ayudante. Después ya no pudo
hablar porque los picos empezaron a buscarle las encías, eran cerca de las diez
de la noche y yo me puse a escribir esto…es muy pesado tener que matar a Pavlov.
No voy a poder seguir con esto. A la madrugada
disparé, cuando escuché la bala chocando contra el cráneo salí corriendo,
anduve toda la noche dando vueltas por cualquier lado, me emborraché un poco y
casi me tiro al río, recién al mediodía pude volver a la casa, de las palomas
quedaban algunas plumas, la caca y el tufo. Apenas entré un pajarito marrón
empezó a chillar sobre la mesa de la cocina, dejó acariciase la cabeza y tomó
el agua que le di, parece increíble que él se halla convertido en esto…no lo
aguanto, me voy.
La ciencia no se pierde de nada, yo si, lo
perdí a él, mi adorado Pavlov.
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