sábado, 1 de septiembre de 2012

El experimento


No es mi oficio el de escritor ni lo deseo pero necesito contar, a pesar de parecerme gesto al vacío, manotazo de ahogado, es lo único que me queda ante el desasosiego, ante esto que me come desde dentro. Necesito contar, hablar de Pavlov, de lo que hizo, aunque contar no sea más que el diálogo ficticio con una hoja, con un incierto alguien que va a leer esto cuando Pavlov ya no sea Pavlov y a mi tanta angustia me haya dejado hecho una nada con ojos, nariz y boca, o ni siquiera eso.
Escribo aunque sea para dilatar el momento en que voy a ver cómo se desvanece su carne, se fugan los matices de su piel,  queda congelado el gesto en su cara, así sea para salirme de este tiempo y este espacio, de estas horas que se han vuelto tan palpables, tan materiales, las horas que separan este momento de aquel en que a él…empiezo como me salga, por donde sea, tengo la esperanza de tender mediante las palabras un puente para atravesar la pesadilla, un puente que nos salve… sin embargo es todo tan inútil, tan sin sentido, no hay más que estas horas que vienen, que ya están abriendo sus fauces, estas horas como monstruos o como pozo.
El corazón de Pavlov no pareció acelerarse ninguna de las tres veces que disparó la madrugada del lunes, tampoco vi gotas de transpiración en su frente o temblor en sus manos. Un fugaz brillo dorado estalló contra cada una de las tres figuras arrodilladas frente al sofá verde, flores rojas brotaron de las cabezas, la sangre desbordó y empapó los cuellos y camisas.
Cuando conocí a Bruner, Sosa y Crespi ya eran una masa amorfa de carne seca y pensamientos maltratados; los tres fueron colaboradores de los buitres en el levantamiento del doce de noviembre, ese día Sánchez los agarró y encerró en Mamita Clara, su casa de las sierras. Por tres años vieron la misma escena, doce metros cuadrados de baldosas rojas, horizonte de paredes blancas, un hueco del tamaño de un plato por el que entraba luz, olor a madera y una fuente de arroz pasado, bastante silencio y el mugido de una vaca al mediodía; bastó para que los hombres quedasen mezclados, con las mierdas y esperanzas desparramadas, llenos de nada.
Nunca me dijo Pavlov cómo supo de ellos, algún chisme de pasillo, un irse de boca en la cama de alguna puta compartida con Sánchez o quizás fue en una visita a la casa de las sierras para comer un asado con cuero, cierta intriga sentida al ver el hueco en la pared o escuchar voces y entonces preguntar a alguna cocinera desprevenida que no supo mentirle o al mismo Sánchez. Es probable que ninguna de estas posibilidades sea la real pero ya no tiene importancia, lo seguro es que fue un puro azar, una casualidad que en un principio pareció afortunada; Pavlov propuso a Sánchez que le cediese a Bruner, Sosa y Crespi en pago de algunos trabajos de modificación genética hechos el año pasado, a Sánchez le convino, para él Bruner, Sosa y Crespi eran un problema, en cambio a Pavlov se le presentaban como un principio, una promesa; cuando me despertó de madrugada para contarme el trato que acababa de hacer los ojos le brillaban como nunca, quien no lo conociera se hubiese asustado al verlo en ese estado de alucinado, parecía haber descubierto una quintaesencia, una luna enterrada en medio del patio, una fórmula para llegar en una noche a las estrellas. 
Aquella vez Pavlov me habló desesperado, contento, medio gritando, medio escupiendo, apurando las frases, encimándolas, sin pausa, sin darme tiempo a poder ir labrando un mapa claro de sus ideas, apenas alcanzaba a hacer un boceto desprolijo, descartar detalles y asirme a unas pocas palabras que me permitían seguirle el hilo de eso tan grande que quería transmitirme, que parecía tener fijado ante sus ojos como una especie de gran ballena de la que yo sólo alcanzaba a divisar una que otra coleteada, tenues visiones de la cabeza o el lomo. Le prometí guardar en secreto todo lo que me había dicho, juré serle incondicional, ayudarlo más allá de todo hecho inesperado o adverso, de todo peligro.
 No hubiera sido necesaria tanta ceremonia ni tanto juramento, desde el momento en que Pavlov golpeó mi ventana con esa chispa en los ojos a las cinco cincuenta de la mañana (esta hora ha tomado una sustancialidad aterradora) me sometí a él, supe que iba a atarme para no desatarme, que ya no me podría desligar de ayudarlo a sostener esa bola de fuego que traía entre las manos, con la que íbamos a jugar, con la que nos íbamos a quemar.
Llevamos a los tres hombres a casa de Pavlov; el encierro les había exprimido el cuerpo y el alma, no veían a mucha distancia y hablaban poco, con monosílabos. Supongo que ni imaginaban quién era Pavlov o por qué se los llevaba en un Falcon rojo por la ruta cuarenta y tres, parecían tener bastantes ganas de morirse.
Cuando llegamos acá y por fin pudimos enfrentarnos a los tres hombres con tranquilidad algo flaqueó en Pavlov, hubo en él como una súbita disipación de toda certeza; intentó conversar con los tres hombres, quiso saber de los tres años de encierro pero apenas si les pudo sacar algo sobre el asunto de la vaca, las baldosas rojas y el arroz; nada de esto le interesaba ni le servía a Pavlov, tenía a su disposición el “material humano” cuya falta había mantenido trunco su experimento por largo tiempo, estaba clara su mente respecto a cómo organizarse y qué hacer, me tenía a mí y a mi incondicionalidad; pero se le notaba la duda, sólo tendía a gestos corteses como ofrecer toallas limpias, disculparse porque el cuarto tenía dos camas y uno tendría que dormir en el sofá verde, preparar un pescado al horno con papas y salsa de queso y asegurar que si necesitaban crema de afeitar o un poco de talco para los pies no tenían mas que pedirle.
Así fue por varios días. Yo estaba indignado con tantas atenciones que dilataban el gran experimento, claro que estaba bien alimentarlos, darles lugar para dormir, al parecer Sánchez había sido bastante desconsiderado; pero se trataba de hombres apestados de muerte, llenos de caos, ya sin ganas de estar en el mundo, criaturas que estaban anhelando su tiro de gracia, eran justo estas condiciones las que los hacían aptos para el experimento. Pavlov parecía haber olvidado, todo ese mundo que me había mostrado, los trataba como si fueran sobrinos favoritos y él una tía buena que cocina galletitas y da besos de buenas noches, estaba salido del mapa de su cabeza, vagueando por una periferia de su ser.
Lo que le sucedía no era amnesia ni culpa ni arrobo de cariño (y menciono estas tres posibilidades porque fueron las que zumbaron en mi cabeza) sino una pura duda que lo mantenía paralizado; Bruner, Sosa y Crespi empezaban a disfrutar de esas pequeñas cosas que él les proporcionaba por instinto de buen anfitrión, por cierto automatismo al que lo tironeaba su no saber. Iban y venían entre la cocina, el cuarto, el comedor y la pérgola de atrás, Pavlov los proveía de todos los cigarrillos y juegos de mesa que quisieran, fumaban como locos, al dominó apenas intentaron jugar un par de veces.
El tres de abril, cerca de las cuatro de la tarde, Pavlov recuperó su órbita, debajo de la pérgola, inspirado por el olor a jazmines, enseñó a los tres hombres los movimientos básicos del aleteo: elevar los brazos hasta la altura de las orejas con las manos colgando como péndulos y sostenerlos en alto un par de segundos, luego flexionarlos levemente, levantar las manos y bajar;  iba indicando el ritmo con un silbato mientras yo me encargaba de que los aprendices de pájaros mantuviesen derechas sus columnas y la apertura de las piernas igual al ancho de hombros. Por la noche violentas descargas eléctricas sacudieron a los tres mientras dormían pero eso estaba dentro de los síntomas previstos por Pavlov y no hubo necesidad de anotarlo.
Las largas mañanas y aún más largas tardes empezaron a encontrarnos incansables en las prácticas del aleteo. En la pausa de la siesta me gustaba tomar un tinto, Pavlov aprovechaba para bañarse, yo tendía a sentir una masa oscura, cierta angustia, escuchaba como Pavlov abría la canilla, la lluvia de la ducha golpeando los cerámicos del piso, quedaba un poco colgado de los movimientos de Pavlov que adivinaba por pequeños ruidos, la tapa de rosca de la crema de enjuague, las manos frotando el cuero cabelludo, la cortina de plástico corriéndose. Creo que esperaba que Pavlov saliera envuelto en la bata a rayas, se sentara a tomar una copa conmigo, me contara alguna conversación telefónica con Sánchez o me expusiese su temor por lo rápido que se desarrollaba la necesidad de vuelo en los aprendices de pájaros. Pero más creo que esperaba que Pavlov quisiese saber mi impresión sobre cómo se estaban desenvolviendo las cosas, entonces hubiese podido hablarle de ese sinsentido que se me revelaba a la hora de la siesta por todo lo que estábamos haciendo. No quiero decir que renegara de mi promesa, de mi incondicionalidad, quizás era un mal presentimiento, una intuición negra; pero Pavlov no se sentaba nunca frente a mí,  prefería fumar un cigarrillo debajo del jazmín o si hacía frío sentarse en la cocina a tomar una sopa instantánea, después había que seguir con el entrenamiento.
Cuando mi índice derecho volvía a controlar la correcta alineación de las vértebras la zona de desasosiego, de anhelo de querer decir y no poder, se cerraba hasta la siesta siguiente en que volvía a escuchar la canilla abrirse, a pensar que esa vez podría decirlo y en el fondo saber que no que seguramente me volverían a ganar la sopa o el cigarrillo. Sin embargo subsistía la modesta esperanza junto a esa fuerza oscura que se me fue enquistando como una molestia física, comenzó siendo una arenita, una impaciencia a mitad del pecho, luego creció y se endureció y ocupó mucho espacio; entonces ya no me importó que una siesta Pavlov viniera con su bata a rayas a contarme que Sánchez nos invitaba a jugar al truco en Mamita Clara; todo lo que hubiese querido decirle estaba como trabado por esa piedra inmensa y me salían unos monosílabos bastante estúpidos, bastante parecido a cómo hablaban Bruner, Sosa y Crespi antes de empezar a piar.
A la larga sucede lo propiciado, lo que se ha ido amasando en ideas y materializado con pequeños gestos cotidianos de la voluntad. El veintitrés de septiembre Crespi fue al baño y cuando quiso hacer caca puso un huevo, el veintiséis de octubre Bruner y Sosa treparon al techo de la casa y volaron diez metros hasta el paraíso que crece a la entrada.  Pavlov estaba seguro de que tarde o temprano se convertirían en pájaros y guardarían memoria de su existencia humana, tenía unas cuantas buenas hipótesis sobre modos de comunicarse con ellos, todo dependía de qué tipo de pájaros resultaran ser. Desde un principio supo que a la larga  habría que matar a Bruner, Sosa y Crespi para terminar de realizar la transformación de la carne de hombre en carne de pájaro, sino iban a quedar varados en un terreno peligroso de aún no pájaros pero ya no hombres; lo que no previó fue el grado de descontrol al que llegaron las circunstancias.
A las cinco cincuenta del lunes diecisiete de noviembre dejamos tres cadáveres despatarrados entre la alfombra y el sofá verde, nos despertamos al mediodía y en lugar de ellos encontramos tres enormes palomas andando sobre los charcos de sangre. Poco nos duró la alegría, ni tiempo de un abrazo de triunfo tuvimos, los bichos empezaron a agredir a Pavlov, a picotearle las orejas, la nuca, las mejillas, las axilas, las ingles, creo que no se la agarraron de entrada con los ojos, la lengua, el pene o el ano para ir envolviéndolo de a poco en la pesadilla; son como moscardones gigantes que apenas dejan de acosarlo unos minutos para llenar la casa de una caca blanca con olor a yuyo quemado.
Hace un día y medio que no le dan tregua, los picos son agujas que entran y salen de la carne hiriéndolo cada vez más; es evidente que esta palomas no van a cooperar con la continuación del experimento, hemos intentado miles de formas para sacárnoslas de encima, encerrarlas en una jaula, en el baúl del auto, matarlas a pedradas, envenenarlas, tirarles agua caliente, encerrarnos en la casa y dejarlas afuera pero nada funciona, piensan como hombres, pueden prever todas nuestras trampas.
Esta tarde Pavlov se la pasó debajo de la pérgola cambiando de posiciones sin cesar para que los ataques de la palomas sean lo menos doloroso posible, yo al principio me quedé al lado de él con una escoba, trataba de protegerle sobre todo la cabeza y el hombro izquierdo en el que tiene la herida más profunda, no podía usar el aire comprimido porque corría el riesgo de lastimarlo. Por primera vez los bichos empezaron a atacarme, no me importó, quería proteger a Pavlov así fuese insignificante mi ayuda, pero Pavlov, que venía conservado una calma admirable, se enojó, estalló, dijo que al menos uno de los dos debía preservarse íntegro para llevar el experimento hasta el final.
Me pasé el resto de la tarde llorando en el sofá verde, desbordado de angustia e impotencia, sin saber qué hacer. Cerca de las nueve de la noche Pavlov me llamó, ya le resulta muy difícil moverse con el cuerpo tan lastimado y el constante acoso de los bichos; me pudo hablar abriendo apenas la boca para zafar su lengua de los picotazos, me dijo que la única opción que le quedaba era hacerse pájaro también; Pavlov tiene los movimientos del aleteo bastante aprendidos, a las cinco cincuenta lo tengo que matar, va a tratar de comunicarse de igual a igual con sus agresoras, si la cosa funciona dice Pavlov que debo continuar con el experimento, tratar de establecer patrones comunes para la comunicación, pero esto en el mejor de los casos, bastará con que la palomas dejen de agredir a Pavlov. Lo más probable es que el ser pájaro de Pavlov esté dispuesto a cooperar conmigo para establecer un modo de comunicación; me hizo jurar que cuando llegase a resultados que mereciesen compartirse con el resto de la comunidad científica no cargase con todos los honores y reconociera su lugar como mentor y el mío como ayudante. Después ya no pudo hablar porque los picos empezaron a buscarle las encías, eran cerca de las diez de la noche y yo me puse a escribir esto…es muy pesado tener que matar a Pavlov.
No voy a poder seguir con esto. A la madrugada disparé, cuando escuché la bala chocando contra el cráneo salí corriendo, anduve toda la noche dando vueltas por cualquier lado, me emborraché un poco y casi me tiro al río, recién al mediodía pude volver a la casa, de las palomas quedaban algunas plumas, la caca y el tufo. Apenas entré un pajarito marrón empezó a chillar sobre la mesa de la cocina, dejó acariciase la cabeza y tomó el agua que le di, parece increíble que él se halla convertido en esto…no lo aguanto, me voy.
La ciencia no se pierde de nada, yo si, lo perdí a él, mi adorado Pavlov.


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